dissabte, 10 de novembre del 2018

Las Nubes


Guanyadora del segon premi del I Certamen de Relatos Cortos Mi caballo y yo, organitzat per la Fundació La Manreana. Moltes gràcies!


Las Nubes

Me crié en una granja de caballos llamada Las Nubes porque estaba en mitad de la nada, en una tierra sin nombre, tan salvaje y agreste como las bestias que mi padre domaba. Era un lugar desértico, tan vacío y extenso que se adentraba en la línea del horizonte confundiéndose con la ausencia. Sin embargo, aquel paisaje desolador nunca consiguió desgarrarme el alma sino todo lo contrario, llenando mi infancia de aventuras y sueños. En la granja no había más niños ni tampoco por los alrededores porque estábamos solos. Era extraño porque aprendimos a vivir acechados por la magnitud de los silencios. Yo nací con ellos y enseguida nos hicimos amigos porque tan solo eran indefensas voces calladas que nada podían hacerme.

     Mi primera yegua era blanca y tenía una mancha negra en el ojo a modo de parche, así que la bauticé como Pirata, a pesar de que yo nunca había visto el mar. Me lo imaginaba infinito, al igual que la estepa que rodeaba mi vida, y tan azul como el color de mis ojos. Nos convertimos en inseparables porque las dos éramos las hembras más jóvenes en aquella granja que parecía un olvido de la geografía que no salía en los mapas. Quizás es por eso que nadie nos encontró porque en los atlas siempre faltaba una página y era la nuestra. Nunca tuvimos visita y los únicos que venían eran los caballos, atraídos por los mágicos silbidos que solo mi padre sabía hacer.  

     Pirata era todo mi mundo. En mi valle, la tierra era llana y la recorrimos entera hasta morder el polvo del atardecer volviendo a casa siempre con las últimas luces. Sin embargo, nunca me regañaban porque sabían que estaba a salvo. Pirata cuidaba de mí y las dos aprendimos que la libertad es una comarca del alma que debe ser conquistada. Desde que aprendí a montar, me independicé del suelo y ya casi nunca iba andando a ningún sitio. Pirata era mi segundo cuerpo con el que cabalgaba sin tiempo por las hojas del calendario. Y así fue cómo me convertí en una niña feliz. La más feliz, quizás, de todo el atlas. En la granja no teníamos gran cosa, tan solo caballos, y todos eran prestados porque no eran de nadie. En realidad, eran mucho más libres que cualquier ser humano y habitaban aquel inhóspito paraje mucho antes que todos nosotros convirtiéndonos, de repente, en sus inesperados vecinos. 

     Un día, Pirata me llevó muy lejos. Cruzamos el arroyo de los peces, pisando la frontera prohibida dónde nunca jamás habíamos estado y, a partir de allí, se me acabaron los nombres que me había inventado. Avanzábamos despacio, con el miedo pegado en las mejillas, pero los caballos salvajes no se achantan ante nada y yo me crié con ellos. Delante de nosotras, se extendía lo que parecía ser un desierto, pero era de sal. El suelo era tan blanco como mi yegua y era salado. Pirata no pudo resistir a la tentación de lamerlo y yo también lo hice porque las dos éramos una. Era un paisaje espectral que casi flotaba difuminándose con la línea del horizonte. Nos quedamos allí embobadas mucho rato, atrapadas en un bucle del tiempo cual estatuas de sal. Solo se oía el viento soplar y su eco se perdía cabalgando a través de aquel desierto infinito.

     Entonces, fue cuando vislumbramos una sombra a lo lejos. Pirata decidió seguirla y yo me abandoné, sin más, a mi fiel compañera. Al rato, la sombra se paró y nosotras, también. Era un reptil tan blanco como todo lo que nos rodeaba, abrazándose casi con el paisaje. Solo le delataban sus ojos saltones tan negros como el carbón, del mismo color que las manchas que cubrían su piel. Quizás se tratase de una especie de salamandra que habitaba aquel rincón virgen del continente. Tenía el lomo con crestas de dinosaurio y su piel albina le asemejaba a un camaleón de secano en mitad de la nada. Estaba segura de que el desierto de las salamandras blancas tampoco salía en los mapas porque era una mancha insignificante en la geografía mínima del mundo. Seguramente, la única civilización que allí existía era de origen salvaje o quizás había algo más oculto detrás del telón de aquel decorado impoluto. La luz del ocaso se reflejaba sobre la arena de sal como si fuese un espejo y aquel espectáculo de luz nos embrujó por completo. Pirata y yo echamos raíces en aquella tierra ignorada porque quizás las nuestras eran sus primeras huellas humanas. Aquel poder me dio miedo porque yo no lo quería. Mi padre siempre decía que la soberbia hundía barcos, pero yo solo sabía que el mar era un trozo de mapa de color azul. Más tarde, lo cambió por lo de que también arrasaba los bosques dejándolos desnudos de vida. Los árboles abrigan la tierra siendo hogar de muchos, menos de los caballos. Por suerte, Pirata no sabía qué era la soberbia. Y yo, tampoco.

     Se hacía tarde y sentí que era hora de volver. No tenía reloj porque, en Las Nubes, el tiempo, simplemente, pasaba, sin más.

-          La única máquina que necesitas es tu cabeza –decía siempre mi abuela.

-          ¿Y los caballos?

-          También. Por eso son libres.

-          Pero hay muchos que no lo son.

-          Es por culpa de los relojes.

-          No lo entiendo…

-          Es lo que llaman progreso.

-          ¿Y es como un reloj gigante?

-          Más o menos…

-          ¿El mismo que hunde los barcos y arrasa los bosques?

-          Sí, pero solo cuando el mundo tiene migraña.

-          ¿Así, la soberbia es un dolor de cabeza?

-          Uno muy grande, tesoro. Si algún día te da fuerte, ensilla a tu yegua y cabalga lejos, hasta donde la memoria no te alcance. Solo así estarás a salvo.

-          ¿Sabes? Ya encontré un escondite –pero lo dije en silencio porque no quería compartirlo con nadie.

     A partir de aquel momento, Pirata y yo nunca dejamos de ir y así fue como el desierto de las salamandras blancas se convirtió en nuestro refugio salado. Era curioso cómo el color blanco se había apoderado de toda mi vida. En nuestro secreto rincón, las nubes parecían espejos reflejando el silencio, pero no podía contárselo a nadie porque era tan irreal que tenía miedo de que todo fuese mentira.

-          ¿Por qué las cosas son blancas? –pregunté un día a mi madre.

-          Es el color de la nada.

-          Pero Pirata existe, al igual que las nubes. Y todas son blancas.

-          Si te fijas bien, no lo son por completo. Al igual que la nieve, porque puede mancharse. En cambio, existe una tierra, no muy lejos de aquí, donde todo es tan blanco que las nubes se pegan al suelo y parece un desierto de sal.

-          ¿Tú has estado?

-          No, porque ya sabes que me da vértigo montar a caballo. Pero los nuestros seguro que han ido. Todos.

-          Porque son salvajes…

-          No, porque son libres.


dilluns, 5 de novembre del 2018

Caritat


La vella portuguesa sempre pidolava pel barri i tothom la recordava allà,  vagabunda i eterna, sense que la memòria col·lectiva en pogués dir res més. Tenia els cabells grisos, llarguíssims, i duia un davantal que el temps havia destenyit d’un color gairebé indefinit. Recorria la ciutat com si fos una ploma, quasi flotant, i tenia la gràcia de les persones que no pesen perquè mai no fan fressa quan trepitgen l’asfalt. 
-          Una caritat, si us plau… 
     I sempre ho deia amb paraules amables, com demanant permís per irrompre, de sobte, en les consciències dels transeünts. Era l’única frase que repetia, però només quan algú se li acostava, perquè ella no era cap assaltadora de carrers ni tampoc de butxaques. Només demanava la voluntat perquè no era avariciosa i feia anys i panys que no havia tocat cap bitllet. Tampoc ja no eren del mateix color que abans però, segurament, ella no ho sabia. En el fons, pensava que els diners només eren papers vells o metalls que canviaven de mans, sense cap més valor que el dels números que tenien gravats. 
-          Una caritat, si us plau… 
-          I què em donareu a canvi?
La vella portuguesa es va espantar perquè ella era més pobra que les rates, que havien acabat fugint d’aquella ciutat on fins i tot els animals eren rics.
-          No tinc res per donar-vos…
-          Potser em podríeu cantar un fado de la vostra pàtria. 
-          D’acord. Us el cantaré igualment però, a canvi, no vull res.
-          I això, vella dona?
-          No puc posar preu a la nostàlgia. I si tanco els ulls, torno a Lisboa, la capital dels tramvies, on també era pobra.
-          Només tinc un bitllet, però m’agradaria sentir-vos. 
-          Guardeu-vos-el perquè avui no el necessito. La caritat és un acte d’amor.  
     I amb les mans buides, la vella portuguesa ens va abraçar a tots amb la caritat de vellut d’aquell fado que es va escampar per tots els racons del barri com si fos una heura conquerint la paret.