dilluns, 3 de desembre del 2018

Les dues ciutats



A la Ciutat del Metall, el Nadal arribava amb l’electricitat. Era llavors quan els carrers es tenyien de llum en una immensa marea de focs artificials que coronaven el cel dels infants que somiaven desperts. Però només eren bombetes que s’apagaven tot d’una, el dia en què la ciutat decidia que ja no hi havia més dies de festa. I just passat Reis, el cel es fonia i tot tornava a ser tan fosc com abans, perquè a la ciutat del metall tot era fugaç; fins i tot, la llum. I les vacances d’hivern passaven entre música i disbauxa perquè a la ciutat de l’acer i del ferro, del coure i del níquel tot era mentida. En el fons, no creien en res més que en la religió dels diners que venerava el verb comprar sobre totes les coses. Tanmateix, era una ciutat trista, tan buida i tan fonda, perquè no sabia que la felicitat no era en res de tot allò que tenia. En el fons, era ben pobra,  encara que tots tinguessin les butxaques ben plenes. 

     A pocs quilòmetres del mapa, hi havia la Ciutat del Carbó i es deia així perquè allà tothom treballava a la mina. Era una vida dura, sense dies de festa ni fantasies en forma de llums perquè sota terra no hi ha calendaris. També eren pobres, però ho eren de veritat perquè, fins i tot treballant de valent, guanyaven molt poc. I, tanmateix, no podien ser més feliços quan arribaven a casa perquè volia dir que eren vius, un dia més, i la muntanya no se’ls havia menjat. Però allà per Nadal sempre era festa perquè era l’únic dia que la mina tancava. Era llavors quan tots tornaven a casa i encenien el foc per resar les pregàries que duien al cor i compartir junts el miracle del món. La millor sort és poder compartir-la i això és el que feia la Ciutat del Carbó, a les llars tan humils, on per Nadal no hi havia res més per menjar que la mateixa sopa d’engrunes de pa, com cada dia. Tampoc no hi havia regals, però els més pobres són els més rics perquè són feliços amb la paraula res. I, completament, a les fosques.       

dissabte, 10 de novembre del 2018

Las Nubes


Guanyadora del segon premi del I Certamen de Relatos Cortos Mi caballo y yo, organitzat per la Fundació La Manreana. Moltes gràcies!


Las Nubes

Me crié en una granja de caballos llamada Las Nubes porque estaba en mitad de la nada, en una tierra sin nombre, tan salvaje y agreste como las bestias que mi padre domaba. Era un lugar desértico, tan vacío y extenso que se adentraba en la línea del horizonte confundiéndose con la ausencia. Sin embargo, aquel paisaje desolador nunca consiguió desgarrarme el alma sino todo lo contrario, llenando mi infancia de aventuras y sueños. En la granja no había más niños ni tampoco por los alrededores porque estábamos solos. Era extraño porque aprendimos a vivir acechados por la magnitud de los silencios. Yo nací con ellos y enseguida nos hicimos amigos porque tan solo eran indefensas voces calladas que nada podían hacerme.

     Mi primera yegua era blanca y tenía una mancha negra en el ojo a modo de parche, así que la bauticé como Pirata, a pesar de que yo nunca había visto el mar. Me lo imaginaba infinito, al igual que la estepa que rodeaba mi vida, y tan azul como el color de mis ojos. Nos convertimos en inseparables porque las dos éramos las hembras más jóvenes en aquella granja que parecía un olvido de la geografía que no salía en los mapas. Quizás es por eso que nadie nos encontró porque en los atlas siempre faltaba una página y era la nuestra. Nunca tuvimos visita y los únicos que venían eran los caballos, atraídos por los mágicos silbidos que solo mi padre sabía hacer.  

     Pirata era todo mi mundo. En mi valle, la tierra era llana y la recorrimos entera hasta morder el polvo del atardecer volviendo a casa siempre con las últimas luces. Sin embargo, nunca me regañaban porque sabían que estaba a salvo. Pirata cuidaba de mí y las dos aprendimos que la libertad es una comarca del alma que debe ser conquistada. Desde que aprendí a montar, me independicé del suelo y ya casi nunca iba andando a ningún sitio. Pirata era mi segundo cuerpo con el que cabalgaba sin tiempo por las hojas del calendario. Y así fue cómo me convertí en una niña feliz. La más feliz, quizás, de todo el atlas. En la granja no teníamos gran cosa, tan solo caballos, y todos eran prestados porque no eran de nadie. En realidad, eran mucho más libres que cualquier ser humano y habitaban aquel inhóspito paraje mucho antes que todos nosotros convirtiéndonos, de repente, en sus inesperados vecinos. 

     Un día, Pirata me llevó muy lejos. Cruzamos el arroyo de los peces, pisando la frontera prohibida dónde nunca jamás habíamos estado y, a partir de allí, se me acabaron los nombres que me había inventado. Avanzábamos despacio, con el miedo pegado en las mejillas, pero los caballos salvajes no se achantan ante nada y yo me crié con ellos. Delante de nosotras, se extendía lo que parecía ser un desierto, pero era de sal. El suelo era tan blanco como mi yegua y era salado. Pirata no pudo resistir a la tentación de lamerlo y yo también lo hice porque las dos éramos una. Era un paisaje espectral que casi flotaba difuminándose con la línea del horizonte. Nos quedamos allí embobadas mucho rato, atrapadas en un bucle del tiempo cual estatuas de sal. Solo se oía el viento soplar y su eco se perdía cabalgando a través de aquel desierto infinito.

     Entonces, fue cuando vislumbramos una sombra a lo lejos. Pirata decidió seguirla y yo me abandoné, sin más, a mi fiel compañera. Al rato, la sombra se paró y nosotras, también. Era un reptil tan blanco como todo lo que nos rodeaba, abrazándose casi con el paisaje. Solo le delataban sus ojos saltones tan negros como el carbón, del mismo color que las manchas que cubrían su piel. Quizás se tratase de una especie de salamandra que habitaba aquel rincón virgen del continente. Tenía el lomo con crestas de dinosaurio y su piel albina le asemejaba a un camaleón de secano en mitad de la nada. Estaba segura de que el desierto de las salamandras blancas tampoco salía en los mapas porque era una mancha insignificante en la geografía mínima del mundo. Seguramente, la única civilización que allí existía era de origen salvaje o quizás había algo más oculto detrás del telón de aquel decorado impoluto. La luz del ocaso se reflejaba sobre la arena de sal como si fuese un espejo y aquel espectáculo de luz nos embrujó por completo. Pirata y yo echamos raíces en aquella tierra ignorada porque quizás las nuestras eran sus primeras huellas humanas. Aquel poder me dio miedo porque yo no lo quería. Mi padre siempre decía que la soberbia hundía barcos, pero yo solo sabía que el mar era un trozo de mapa de color azul. Más tarde, lo cambió por lo de que también arrasaba los bosques dejándolos desnudos de vida. Los árboles abrigan la tierra siendo hogar de muchos, menos de los caballos. Por suerte, Pirata no sabía qué era la soberbia. Y yo, tampoco.

     Se hacía tarde y sentí que era hora de volver. No tenía reloj porque, en Las Nubes, el tiempo, simplemente, pasaba, sin más.

-          La única máquina que necesitas es tu cabeza –decía siempre mi abuela.

-          ¿Y los caballos?

-          También. Por eso son libres.

-          Pero hay muchos que no lo son.

-          Es por culpa de los relojes.

-          No lo entiendo…

-          Es lo que llaman progreso.

-          ¿Y es como un reloj gigante?

-          Más o menos…

-          ¿El mismo que hunde los barcos y arrasa los bosques?

-          Sí, pero solo cuando el mundo tiene migraña.

-          ¿Así, la soberbia es un dolor de cabeza?

-          Uno muy grande, tesoro. Si algún día te da fuerte, ensilla a tu yegua y cabalga lejos, hasta donde la memoria no te alcance. Solo así estarás a salvo.

-          ¿Sabes? Ya encontré un escondite –pero lo dije en silencio porque no quería compartirlo con nadie.

     A partir de aquel momento, Pirata y yo nunca dejamos de ir y así fue como el desierto de las salamandras blancas se convirtió en nuestro refugio salado. Era curioso cómo el color blanco se había apoderado de toda mi vida. En nuestro secreto rincón, las nubes parecían espejos reflejando el silencio, pero no podía contárselo a nadie porque era tan irreal que tenía miedo de que todo fuese mentira.

-          ¿Por qué las cosas son blancas? –pregunté un día a mi madre.

-          Es el color de la nada.

-          Pero Pirata existe, al igual que las nubes. Y todas son blancas.

-          Si te fijas bien, no lo son por completo. Al igual que la nieve, porque puede mancharse. En cambio, existe una tierra, no muy lejos de aquí, donde todo es tan blanco que las nubes se pegan al suelo y parece un desierto de sal.

-          ¿Tú has estado?

-          No, porque ya sabes que me da vértigo montar a caballo. Pero los nuestros seguro que han ido. Todos.

-          Porque son salvajes…

-          No, porque son libres.


dilluns, 5 de novembre del 2018

Caritat


La vella portuguesa sempre pidolava pel barri i tothom la recordava allà,  vagabunda i eterna, sense que la memòria col·lectiva en pogués dir res més. Tenia els cabells grisos, llarguíssims, i duia un davantal que el temps havia destenyit d’un color gairebé indefinit. Recorria la ciutat com si fos una ploma, quasi flotant, i tenia la gràcia de les persones que no pesen perquè mai no fan fressa quan trepitgen l’asfalt. 
-          Una caritat, si us plau… 
     I sempre ho deia amb paraules amables, com demanant permís per irrompre, de sobte, en les consciències dels transeünts. Era l’única frase que repetia, però només quan algú se li acostava, perquè ella no era cap assaltadora de carrers ni tampoc de butxaques. Només demanava la voluntat perquè no era avariciosa i feia anys i panys que no havia tocat cap bitllet. Tampoc ja no eren del mateix color que abans però, segurament, ella no ho sabia. En el fons, pensava que els diners només eren papers vells o metalls que canviaven de mans, sense cap més valor que el dels números que tenien gravats. 
-          Una caritat, si us plau… 
-          I què em donareu a canvi?
La vella portuguesa es va espantar perquè ella era més pobra que les rates, que havien acabat fugint d’aquella ciutat on fins i tot els animals eren rics.
-          No tinc res per donar-vos…
-          Potser em podríeu cantar un fado de la vostra pàtria. 
-          D’acord. Us el cantaré igualment però, a canvi, no vull res.
-          I això, vella dona?
-          No puc posar preu a la nostàlgia. I si tanco els ulls, torno a Lisboa, la capital dels tramvies, on també era pobra.
-          Només tinc un bitllet, però m’agradaria sentir-vos. 
-          Guardeu-vos-el perquè avui no el necessito. La caritat és un acte d’amor.  
     I amb les mans buides, la vella portuguesa ens va abraçar a tots amb la caritat de vellut d’aquell fado que es va escampar per tots els racons del barri com si fos una heura conquerint la paret.

dimecres, 20 de juny del 2018

Greco



Finalista del VII Concurso de Microcuentos Eólicos d'AEE (Asociación Empresarial Eólica). I que bufin els vents... Moltes gràcies!

Greco
El pueblo se llamaba Greco y yo siempre pensé que era porque allí el viento venía de Grecia. De mayor, me fui para no volver, pero ya nunca fui el mismo. Echaba de menos aquellos molinos que abrazaban la tierra con sus brazos de ángel, cubriéndola con la sombra alada de un ave rapaz. Quizás es por eso lo que la vida me empujó tan lejos y, desde entonces, no he parado de dar tumbos; buscando, sin suerte, otra patria donde sople el gregal.





dissabte, 26 de maig del 2018

Trèvol


Esperança Marquès es va canviar el nom pel de Lady Macbeth perquè sempre havia volgut viure atrapada entre teranyines de tinta. Tanmateix, l’únic que tenia de noble era el seu cognom de veritat. Així fou com es convertí en un personat inventat, la poetessa del trèvol, perquè cada dia enviava una carta amb un exemplar verd del seu jardí. Li agradava irrompre per sorpresa en les llars del seu poble sota la caputxa d’un pseudònim i es divertia fent aquesta broma innocent perquè Lady Macbeth no existia; almenys, fora de les pàgines de la literatura. Fins que, un dia, a ella també li va arribar un sobre a casa. Era completament blanc, sense res escrit. Tampoc no tenia remitent, però a dins hi havia una nota: «Moltes gràcies, perquè el meu trèvol és de cinc fulles. Diuen que els de quatre porten sort, però a mi m’heu abraçat amb el regal de l’esperança com una mà invisible que m’ha tocat amb la gràcia dels cinc dits de Déu.». No deia res més perquè les paraules s’acabaven aquí, i Lady MacBeth no resoldria mai el misteri de com li havien acabat despullant la identitat. A partir de llavors, es fixava encara més atentament en cada trèvol que collia. I necessitava trobar-ne més, molts, tots, que tinguessin cinc fulles perquè ara sabia que eren els braços de l’esperança que dormien ocults al fons del seu jardí.



dissabte, 21 d’abril del 2018

Per sempre, Fabra

Pompeu Fabra m'acompanya pel camí de la sintaxi. Sempre hi és, fins i tot, després de la reforma de la nostra gramàtica. En ple Any Fabra, celebro que he guanyat el Concurs de Microrrelats Sant Jordi Òptim de l'Optimot 2018. I, amb els punys tancats perquè no se me n'escapin els mots, només puc dir gràcies i que per moltes fàbries!


La Societat Fabriana ha canviat de seu. Ara és al carrer dels Diacrítics, número 15, perquè aquesta és la xifra de supervivents del procés de tala lingüística. Si bé al principi costa de trobar, no té pèrdua: girant la cantonada de la placeta de l'Adeu, tot recte.




diumenge, 8 d’abril del 2018

Resant llenties


La tieta Maria sempre plorava quan algú cuinava llenties i pel celobert n’arribava l’olor, com si fos una paraula prohibida i tenyida de dol, embolicada amb un baf de memòria. Per això, jo no n’havia vist mai perquè a casa meva eren la tristesa en un plat, però només fins que la vida em va empènyer lluny i, per fi, vaig saber que tenien gust de terra i de ferro. I també, de felicitat. Fou llavors quan vaig descobrir que no eren llàgrimes salades, com deia la tieta, i em vaig enamorar d’aquells grans marrons tan petits que semblaven pedretes de carn perquè, a dins de la boca, eren com mossegades de pàtria. Encara sort que jo no havia conegut què eren la guerra ni tampoc la gana. Encara menys, la misèria, però la tieta se’n recordava de tot, de quan el rebost era buit i no tenien res més per menjar que un grapat de llenties. Jo me l’estimava tant que mai no li vaig confessar el meu secret i només resava, amb la fe de qui passa un rosari fet de simples llegums, perquè mai no ho arribés a saber. Tanmateix, al final, tot va sortir rodat perquè ella se’n va anar d’aquest món sense ni tan sols sospitar que jo m’havia convertit a la religió diminuta de la paraula llentia. Fe és una paraula minúscula però, en tan sols dues lletres, hi cap tota la grandesa del món. Potser, igual que en un plat de llenties, tan fondo i tan ric de les llavors de la felicitat. I que em perdoni la tieta, si us plau… 

 

dissabte, 24 de març del 2018

La Societat Fantàstica


El senyor Miracle vivia al carrer de la Petxina, número 5; segurament, el més bonic de tota la ciutat perquè allà les llambordes tenien forma de petxina. Treballava a la fàbrica de mitjons, com gairebé mig barri, però també era el secretari de la Societat Fantàstica. Es reunien el primer dijous de cada mes a la llibreria del senyor Carles, quan queia la nit i només quedaven ells, a aquelles hores intempestives, membres clandestins de la societat. Eren una comunitat filantròpica, com un eixam d’abelles que pol·linitzaven la geografia mínima d’aquella ciutat que gairebé no sortia ni als mapes. També practicaven la religió de la consciència i l’únic vici que tenien era la cultura; per això era una paraula que sempre escrivien amb majúscules.

La Societat Fantàstica era com una d’aquelles petxines del carrer que el senyor Miracle trepitjava cada dia, perquè el que hi havia a dins era un misteri. Jo només sé que la llibreria del senyor Carles es deia L’Atlàntida, un paradís perdut on els Fantàstics somiaven, tot i que en aquell forat de la temprança els únics cants de sirena que hi havia dormien a les lleixes plenes de llibres. Uns quants anys més tard, vaig saber que els Fantàstics escrivien L’Enciclopèdia de la temprança, una obra magna que potser mai no publicarien perquè el món modern no estava disposat a llegir-la. En el fons, només necessitaven que la temprança fos tan real com el paper perquè els lectors, cecs de virtuts, la poguessin veure, tocar i olorar com si fos un pom de flors. Però el paper també talla, crema i s’arruga i les flors són tan fràgils com un dia de març. I qui vulgui plantar la temprança al jardí secret de l’ànima tan sols ha d’anar amb molt de compte a l’hora de regar-la, per no ofegar-la, perquè no sap nedar.  



   

dimarts, 2 de gener del 2018

Dimarts


Relat finalista en la convocatòria del mes de desembre del VIII Concurs ARC de Microrrelats "Virtuts", corresponent al tema "justícia". Moltíssimes gràcies!
http://relatsencatala.cat/relat/dimarts/1062165

Dimarts
Cada dimarts de l’any, tenia guàrdia. Era l’únic dia en què Edison Vargas jugava als herois i clavava una pallissa als dolents des del jutjat. Tenia nom d’inventor, però es va fer advocat perquè creia que la justícia era una paraula destenyida per la incredulitat humana. En el fons, ell pensava que només calia rascar-la i polir-la fins a la superfície per eliminar-ne tota la brutícia i això era el que feia exactament cada dimarts des del palau de la llei. El que molta gent no sabia era que, per dins, era un laberint de passadissos i cambres secretes on s’amagaven els misteris de la humanitat. Darrere de cada porta, hi havia la veritat del món, però totes estaven tancades. L’home que en tenia totes les claus era un vell de cent cinquanta anys. Semblava mentida, però encara era viu. Simplement, s’arrossegava per l’espai infinit de la llei com si fos una sargantana lenta i poruga que tenia l’ànima eterna. No tenia nom, mai no n’havia tingut perquè no parlava amb ningú. Només es dedicava a obrir i a tancar totes les portes, per ordre i sense fer cap pregunta. Gairebé mai no coincidia amb ningú perquè no li agradaven els forasters, però tampoc els treballadors de la llei, com ell els anomenava. Tanmateix, un dia va topar amb Edison Vargas mentre feia la seva ruta habitual. De prop, era encara més impressionant de veure. Tenia els cabells tan blancs i la barba tan llarga que li tocava a terra. Duia una túnica blanca i tot ell semblava un fantasma que irradiava una llum tornassolada, com si fos una estrella. Edison Vargas sempre s’havia imaginat preguntant-li mil coses perquè només l’home de les claus ho sabia tot d’aquell lloc, però ara que el tenia al davant gairebé no li sortien les paraules.
-         Quant de temps fa que sou aquí?
-         Ni me’n recordo, de quan vaig arribar.
-         I què hi ha darrere de cada porta?
-         La veritat.
-         Llavors, per què està tancada amb clau?
-         Perquè no s’escapi.
-         I on són les mentides?
-         Són les úniques que volen lliures. Mira bé sempre perquè són pertot arreu.