Capitán lenteja
Cada mañana,
Bastian Linse bajaba al quiosco de la esquina para apoderarse de la prensa
deportiva y devorarla en su piso como si fuese un espía secreto en la
trastienda del mundo. En el barrio de Laviada, le conocían como el señor de los periódicos, pero allí nadie
sabía que también era el fundador de SQM, una cadena de supermercados
ecológicos. Ni tampoco que nació en Alemania pero hacía diez años que vivía en
Asturias. Aún menos, que su apellido significaba lenteja. Su castellano tampoco le delataba porque era impecable. La
nostalgia solo asomaba la cabeza cuando hojeaba las páginas de fútbol y
recordaba que de joven jugaba en un equipo alemán que nunca ganaba la Liga. Y
de allí, fue cedido al Sporting de su nueva patria, donde su apodo era capitán lenteja. Ahora, en Berlín casi ya no se acordaban de él y en Gijón,
Linse tan solo era un apellido extranjero más. Uno de tantos. Tan
insignificante, quizás, como una lenteja.
Lo que poca gente sabía era que Bastian
Linse era un luchador. La enfermedad le hizo consciente de la estrategia de
vivir y cada día saltaba al terreno de juego en un combate cuerpo a cuerpo contra
un adversario invisible. Pero aquel gladiador tenía pánico de los leones que se
paseaban impertérritos por su anatomía imperfecta. Una de sus palabras
favoritas era Mut. No paraba de repetirla y la encadenaba en silencio durante las horas
muertas como si fuese la cuerda que le salvaba del pozo. Era coraje en alemán. Solo en un país
extranjero, estaba contento de haber cambiado la ciudad de Walter Benjamin por
el mar Cantábrico. Era un buen trato porque su enfermedad en forma de siglas
solo era un obstáculo más en la carrera imparable del tiempo.
Un día, recibió una llamada de Berlín. Era de una revista para hacer un reportaje sobre deportistas
retirados y querían saber si le interesaría participar. Bastian Linse se
sorprendió mucho al darse cuenta de que el capitán lenteja aún latía en la
memoria colectiva. Sin embargo, era una sensación agridulce porque ya no era el
mismo hombre de antes. Cuando parecía que tenía el mundo bajo sus pies, el azar
le robó los planes de futuro como si fuese un ave rapaz. Nunca antes había
pensado que le tocaría a él, pero era real. Tan real que tuvo que abandonar el
fútbol reinventándose como alguien más. No tenía familia, pero vivía con las palabras
de su madre grabadas en la memoria: «La vida es actitud porque todos llevamos
un pequeño desierto interior cosido en el forro del alma y para cruzarlo hay
que sacar fuerzas de la aridez del duelo más amargo. Cuando te lo arrebaten
todo, aquel día solo te quedará la fe. Entonces, agárrate a ella como un ancla
porque es la única que te salvará del naufragio. No te olvides nunca». Y no lo hacía,
porque era el único legado que le dejó su madre. Seguramente, el más preciado
de todos. Por eso luchaba con todas las armas de su cuerpo indefenso contra la
bestia indomable que llevaba dentro. No se rendiría porque el árbitro aún no
había pitado el final del partido. El médico le había explicado que tenía una enfermedad
incurable. Sin embargo, estaba vivo y eso era lo único que le importaba. A
partir de entonces, aprendió a sentirse único, como el unicornio azul de su
amado Silvio Rodríguez. En el fondo, él también lo era, a pesar de que no
pescaba canciones con su cuerno de añil. Tampoco estaba dispuesto a irse a
ninguna parte. Era curioso, casi una rareza, que un alemán escuchase música
cubana. Y, por muy increíble que pueda parecer, encontró refugio en aquella
letra. No era una persona religiosa, nunca lo había sido. En cambio, creía en
los unicornios azules y ni en un millón de años se lo habría podido imaginar.
Las ideas son como medusas caprichosas errando con rumbo pirata en el océano de
la vida.
No sabía qué hacer con la revista porque
siempre había sido muy tímido. Quería gritar a los cuatro vientos que tenía SQM,
un mal que no cotizaba en ningún mercado porque jugaba en una liga secundaria
que no era famosa, pero le daba vergüenza desnudarse el alma. Desde la línea de
defensa, Bastian Linse no quería ser el capitán de los débiles, un falso héroe
atrapado en la telaraña de los cobardes, y decidió chutar el miedo bien lejos,
aunque fuese una roca.
-
Quiero que salga en el artículo. Tengo una enfermedad crónica. Se llama síndrome
de sensibilidad química y es mi compañera de mi vida.
El director de la
revista se quedó unos segundos en silencio porque no se esperaba una
confesión como
aquella. Bastian Linse tampoco. Había roto la promesa que se había hecho a sí
mismo de no compartir sus siglas con un desconocido. Pero, al final, lo había
dicho en voz alta. Quizás porque era más fácil explicarlo en alemán y por
teléfono no hacía tanto daño.
-
La verdad es de valientes, Herr Linse.
-
Gracias…
Era un gracias
sincero, de corazón, porque era la primera vez que alguien
reaccionaba a su
enfermedad con tanta nobleza, sin la desconfianza que arrastraban las siglas de
su infierno particular. Al otro lado del teléfono, Elias Burg era un cazador de
palabras experimentado pero, de repente, se encontró sin saber qué decir porque
no quería parecer absurdo o, quizás, tan impertinente como el vuelo de una
mosca. La revista quería al capitán lenteja con todas sus letras. Sin hacer
ruido, él había construido un imperio alrededor de una empresa llamada SQM.
Eran las mismas letras de su cárcel sin barrotes, pero Bastian Linse consiguió
liberarlas para que le hicieran feliz.
-
Solo tengo una condición.
-
Le escucho.
-
Quiero que el título de mi artículo sea Mut.
Esta palabra me ayuda a vivir. Sin coraje, no somos nadie.
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