Farvel, Kristina
En un país blanco había una niña. Se llamaba Kristina
y sería princesa de una tierra rodeada por las nieblas de los mitos. Nació
entre fiordos y tenía nombre de fe. Le gustaban las margaritas porque le recordaban
a su madre y ocultó un puñado entre su equipaje para que le diese suerte para
el viaje. Sabía que partía para no volver. La princesa vikinga, la infanta del
norte, se embarcaba rumbo al exilio porque la diplomacia de su país le había
sellado un trato comercial. Ella era la moneda de cambio de una alianza que
venía en forma de corazón y Kristina se hizo a la mar porque el amor la llamaba
como un canto de sirena que se alzaba a través de las olas. La princesa
soñadora hubiese querido viajar en un drakkar
y llegar a su destino a bordo de su barquito vikingo. A salvo de los piratas y
de todos los peligros gracias al dragón que presidía impertérrito el mascarón
de proa. Sin embargo, los sueños de la princesa eran burbujas que estallaban
con la gravedad. Su viaje sería largo y difícil, y no siempre por mar. No era
la fantasía que había dibujado en su cabeza porque en el viaje despertó de
golpe a la realidad, como si las campanas de la catedral de San Olaf de Bergen
retumbasen en su cabeza sin parar. Se había hecho mayor porque aquella travesía
no era ninguna aventura. Era la odisea del adiós de una niña que se iba para siempre
para cumplir una promesa. Su madre no derramó ni una lágrima porque las reinas
no lloran y Kristina subió a la embarcación que la llevaría a Castilla sin
mirar atrás. Cada noche soñaba cómo sería su nuevo hogar, si allí también
nevaba, si habría margaritas en el jardín. Contaba los días que llevaba de
viaje como un lastre porque tenía la impresión de vivir en una especie de
limbo, en la antesala del tiempo, encerrada en la habitación perpetua del verbo
esperar. Pero las princesas siempre
tienen un príncipe y ella también. El infante Felipe de Castilla era una mancha
sin rostro, un nombre sin dueño, un latido incesante en el corazón de una novia
que iba a casarse. Llevaba la ilusión y el miedo pegados a la piel como una
película de sal y de hielo de su país natal. Era lo único de valor que se
llevaba. El resto, tan solo eran baúles llenos de objetos que podían perderse
durante la travesía. En aquel momento, la princesa Kristina solo sentía vértigo
de vivir y, sin embargo, inexplicablemente, aquella incertidumbre le hacía
sentir más poderosa que nunca. Y pasaron los días y las olas y las mareas hasta
que la princesa del norte pisó la tierra prometida. El viaje había llegado a su
fin porque estaba en su nueva patria, el país que ahora la abrazaba como una
hija. Sabía que desde aquel momento empezaría a vivir otra vez, como si todo lo
que hubiese aprendido en palacio no sirviera de mucho o quizás de nada porque necesitaría
nuevas letras y palabras con las que construir un vocabulario para comprender
el mundo que le rodeaba. Castilla era tierra de campos y castillos y allí la
gramática era muy distinta. Kristina de Noruega pensaba deprisa porque sabía
que tenía poco tiempo antes de llegar al destino que le habían encomendado. Sin
embargo, dicen que el presente siempre es del color de los árboles, y ella solo
tuvo que mirar a su alrededor. No estaba sola. Había pinos, encinas, sabinas,
hayas, chopos y acebos. Con el tiempo aprendió todos los nombres porque eran el
marco de su futuro, donde plantaría sus sueños como si de un jardín secreto se
tratase.Aún en el camino, la expedición hizo parada en el monasterio de las Huelgas, en Burgos. Fue una experiencia casi mística porque la vida monacal sucede despacio, al son de la oración y la calma. Y mecida por el oleaje de su religión, la princesa vikinga se abandonó a ese ritmo metódico que le recordaba el baile marítimo que la acunaba durante el trayecto. Parecía una estampa de irrealidad, como si aquel trocito de mundo no figurara en los mapas. Quizás, dentro de aquel edificio las monjas no existían, y sumidas en aquel olvido ficticio eran felices porque estaban a salvo de todo. Aisladas del vacío del mundo de fuera que les esperaba sacando las garras, el convento era fortaleza y santuario, y para Kristina también fue como una manta de paz para que no se le resfriase el alma. Quizás fue la única vez en su vida que se sintió tan cerca de Dios, allí donde Kristina, la princesa cristiana, se casó de verdad con Castilla. En secreto, sin testigos ni ceremonias. Los árboles la habían abrazado al llegar y ahora ya se sentía parte de una tierra que olía a camino y a polvo. No estaba sola porque tenía los árboles y sabía que llevaba la patria consigo, en un bolsillo de la memoria cosido con las letras de su lengua del norte. Y aunque cada día se apretaba el pecho para contener los latidos de su corazón, no podía dejar de pensar en todo lo que había quedado borrado de su vida pasada. Aún no se había casado y ya estaba triste porque no sabía si sería capaz de ser feliz. La melancolía floreció en ella como las flores de aquella primavera de 1258. Quizás por eso dedicó sus horas muertas a cazar margaritas, como buscando consuelo en una simple flor. Ella también lo era. Frágil y asustada en un pueblo extranjero y con un marido desconocido al que aún no había visto ni aprendido a amar. Sin embargo, la seguridad del convento le regaló un momento de luz. Fue como una tregua para su destino escrito en letras nórdicas. Y fue allí donde su vida cambió para siempre.
La Nochebuena que pasó con las monjas tuvo un sueño que le desveló de madrugada. Estaba agitada porque había visto a sus padres y la hierba olía a lluvia y a cambio de estación. Sin embargo, todo parecía borroso, velado, como si una neblina recubriese todas las imágenes de su vida. Era la condena del exilio, que difuminaba el pasado en una gran mancha de olvido. Pero Kristina no quería llorar porque las princesas no lloran. Estaba triste porque sentía que era un drakkar a la deriva, sin remeros que guiasen a la niña de Bergen por las tierras de Castilla. Allí no había mar, solo el que había en sus ojos cuando la melancolía le estremecía el cuerpo. Entonces comprendió que el viaje era una especie de peregrinaje, la odisea de un adiós anunciado. Y su destino, el silencio. El de aquella noche en el convento podía tocarse con las manos. Era un silencio que se hacía casi corpóreo, espectral, porque las paredes y el suelo rugían como fieras enjauladas. Las piedras también hablan en sueños, cuando cae la noche, y la princesa Kristina lo supo cuando despertó y vio que las velas de la mesita al lado de su cama seguían encendidas. Sus fieles compañeras de insomnio quemarían toda la noche. No se atrevió a levantarse porque la oscuridad le daba miedo y más aún en aquel lugar tan inhóspito, envuelto con la palabra de Dios a cada paso que daba. Optó por quedarse en la cama y fue entonces cuando vio el manuscrito. Estaba al lado de las velas, como si estuviera esperando aquel momento a oscuras del mundo para ser descubierto. Tenía las tapas de piel de oveja y olía a papel y a tinta. Lo abrió por curiosidad y ya no pudo despegarse de él a pesar de que estaba escrito en una lengua que no conocía. No había ninguna explicación posible, pero en la noche más oscura nada parece tener mucho sentido. Ni siquiera los ruidos espectrales que rechinaban como caballos enloquecidos. Y así empezó a leer una historia que solo podían ver los ojos para quien estaba escrita. A pesar de no entender ni una letra, la princesa Kristina devoraba cada palabra con tenacidad vikinga. Línea a línea, dando saltos por la ortografía, aquella noche fue capaz de leer un libro en una lengua extranjera. Lo terminó cuando ya asomaban los primeros rayos de sol y se quedó maravillada por lo que no podía ser más que un milagro. Estuvo todo el día ensimismada con el manuscrito. Lo había dejado en la mesita al lado de la cama, donde lo encontró, pero lo echaba en falta a cada rato. Era su pequeño milagro nocturno, el faro que iluminaba el rumbo de su drakkar, y estaba bañado por la fe que emanaba de aquel convento de Burgos. En sus páginas había leído su vida. Hablaba de su hogar del norte, de sus padres, de la princesa vikinga que cruzó los mares hasta pisar las tierras de Castilla. Era el itinerario de su pasado, la carta de navegación de su futuro. Era el símbolo que Dios puso en su mesita de noche como un regalo en forma de coraje. Los vikingos también están tristes, y la princesa no sabía cómo escalar aquella montaña que se había alzado en su camino. Aquella noche lo vio claro. Solo podía luchar con las manos y los verbos, con toda la gramática de su ser. La libertad es el único obstáculo para la felicidad y Kristina de Noruega ya no pertenecía a ningún sitio. Aún así, aquel manuscrito le había dado esperanza. Había podido tocar su vida en las palabras de tinta y en cada letra había un atisbo de victoria. Sin embargo, era un libro sin final. Las últimas páginas estaban en blanco, sin respuesta, en espera. Y cuando volvió a la celda para recuperar el manuscrito, ya no estaba allí. En su lugar, no había nada. Solo las velas, lo único que ha habido siempre, le dijeron las monjas. Incrédula, la princesa Kristina ocultó su historia en un escondite secreto, bajo la llave de la memoria. Se resistía a creer que se trataba de un sueño, de una patraña de la noche para confundirla aún más. Era imposible porque no solo se había encontrado con su pasado, también con el futuro. Había asistido a su boda en la Colegiata de Santa María de Valladolid y había vivido en Sevilla. A solas con su esposo, sin el regalo de la maternidad corriendo por sus brazos… hasta que el relato se había truncado. Aquella historia la había guiado por los meandros de su destino. Ahora, solo le tocaba seguirlos diciendo adiós al pasado en su lengua materna para liberar del exilio el águila de cola blanca que le había seguido como el fiel guardián de aquel viaje migratorio. Avanzando a ciegas pero con la mirada limpia porque las princesas no lloran. Farvel[1], Kristina.
Un relat preciós que denota una gran sensibilitat de la seva autora. Premi ben merescut!!! Mil enhorabones!!!
ResponEliminaMaria Assumpció
Mil gràcies a tu per llegir-me! :)
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