Guanyadora del segon premi del I Certamen de Relatos Cortos Mi caballo y yo, organitzat per la Fundació La Manreana. Moltes gràcies!
Las Nubes
Me crié en una granja de caballos llamada Las Nubes
porque estaba en mitad de la nada, en una tierra sin nombre, tan salvaje y
agreste como las bestias que mi padre domaba. Era un lugar desértico, tan vacío
y extenso que se adentraba en la línea del horizonte confundiéndose con la
ausencia. Sin embargo, aquel paisaje desolador nunca consiguió desgarrarme el
alma sino todo lo contrario, llenando mi infancia de aventuras y sueños. En la
granja no había más niños ni tampoco por los alrededores porque estábamos
solos. Era extraño porque aprendimos a vivir acechados por la magnitud de los
silencios. Yo nací con ellos y enseguida nos hicimos amigos porque tan solo
eran indefensas voces calladas que nada podían hacerme.
Mi primera
yegua era blanca y tenía una mancha negra en el ojo a modo de parche, así que
la bauticé como Pirata, a pesar de que yo nunca había visto el mar. Me lo
imaginaba infinito, al igual que la estepa que rodeaba mi vida, y tan azul como
el color de mis ojos. Nos convertimos en inseparables porque las dos éramos las
hembras más jóvenes en aquella granja que parecía un olvido de la geografía que
no salía en los mapas. Quizás es por eso que nadie nos encontró porque en los
atlas siempre faltaba una página y era la nuestra. Nunca tuvimos visita y los
únicos que venían eran los caballos, atraídos por los mágicos silbidos que solo
mi padre sabía hacer.
Pirata era
todo mi mundo. En mi valle, la tierra era llana y la recorrimos entera hasta
morder el polvo del atardecer volviendo a casa siempre con las últimas luces.
Sin embargo, nunca me regañaban porque sabían que estaba a salvo. Pirata
cuidaba de mí y las dos aprendimos que la libertad es una comarca del alma que
debe ser conquistada. Desde que aprendí a montar, me independicé del suelo y ya
casi nunca iba andando a ningún sitio. Pirata era mi segundo cuerpo con el que
cabalgaba sin tiempo por las hojas del calendario. Y así fue cómo me convertí en
una niña feliz. La más feliz, quizás, de todo el atlas. En la granja no
teníamos gran cosa, tan solo caballos, y todos eran prestados porque no eran de
nadie. En realidad, eran mucho más libres que cualquier ser humano y habitaban
aquel inhóspito paraje mucho antes que todos nosotros convirtiéndonos, de
repente, en sus inesperados vecinos.
Un día,
Pirata me llevó muy lejos. Cruzamos el arroyo de los peces, pisando la frontera
prohibida dónde nunca jamás habíamos estado y, a partir de allí, se me acabaron
los nombres que me había inventado. Avanzábamos despacio, con el miedo pegado
en las mejillas, pero los caballos salvajes no se achantan ante nada y yo me
crié con ellos. Delante de nosotras, se extendía lo que parecía ser un
desierto, pero era de sal. El suelo era tan blanco como mi yegua y era salado.
Pirata no pudo resistir a la tentación de lamerlo y yo también lo hice porque
las dos éramos una. Era un paisaje espectral que casi flotaba difuminándose con
la línea del horizonte. Nos quedamos allí embobadas mucho rato, atrapadas en un
bucle del tiempo cual estatuas de sal. Solo se oía el viento soplar y su eco se
perdía cabalgando a través de aquel desierto infinito.
Entonces,
fue cuando vislumbramos una sombra a lo lejos. Pirata decidió seguirla y yo me
abandoné, sin más, a mi fiel compañera. Al rato, la sombra se paró y nosotras,
también. Era un reptil tan blanco como todo lo que nos rodeaba, abrazándose
casi con el paisaje. Solo le delataban sus ojos saltones tan negros como el
carbón, del mismo color que las manchas que cubrían su piel. Quizás se tratase
de una especie de salamandra que habitaba aquel rincón virgen del continente.
Tenía el lomo con crestas de dinosaurio y su piel albina le asemejaba a un
camaleón de secano en mitad de la nada. Estaba segura de que el desierto de las
salamandras blancas tampoco salía en los mapas porque era una mancha
insignificante en la geografía mínima del mundo. Seguramente, la única
civilización que allí existía era de origen salvaje o quizás había algo más oculto
detrás del telón de aquel decorado impoluto. La luz del ocaso se reflejaba
sobre la arena de sal como si fuese un espejo y aquel espectáculo de luz nos
embrujó por completo. Pirata y yo echamos raíces en aquella tierra ignorada
porque quizás las nuestras eran sus primeras huellas humanas. Aquel poder me
dio miedo porque yo no lo quería. Mi padre siempre decía que la soberbia hundía
barcos, pero yo solo sabía que el mar era un trozo de mapa de color azul. Más
tarde, lo cambió por lo de que también arrasaba los bosques dejándolos desnudos
de vida. Los árboles abrigan la tierra siendo hogar de muchos, menos de los
caballos. Por suerte, Pirata no sabía qué era la soberbia. Y yo, tampoco.
Se hacía
tarde y sentí que era hora de volver. No tenía reloj porque, en Las Nubes, el
tiempo, simplemente, pasaba, sin más.
-
La única máquina
que necesitas es tu cabeza –decía siempre mi abuela.
-
¿Y los caballos?
-
También. Por eso
son libres.
-
Pero hay muchos
que no lo son.
-
Es por culpa de
los relojes.
-
No lo entiendo…
-
Es lo que llaman
progreso.
-
¿Y es como un
reloj gigante?
-
Más o menos…
-
¿El mismo que
hunde los barcos y arrasa los bosques?
-
Sí, pero solo cuando
el mundo tiene migraña.
-
¿Así, la
soberbia es un dolor de cabeza?
-
Uno muy grande,
tesoro. Si algún día te da fuerte, ensilla a tu yegua y cabalga lejos, hasta
donde la memoria no te alcance. Solo así estarás a salvo.
-
¿Sabes? Ya
encontré un escondite –pero lo dije en silencio porque no quería compartirlo
con nadie.
A partir
de aquel momento, Pirata y yo nunca dejamos de ir y así fue como el desierto de
las salamandras blancas se convirtió en nuestro refugio salado. Era curioso
cómo el color blanco se había apoderado de toda mi vida. En nuestro secreto
rincón, las nubes parecían espejos reflejando el silencio, pero no podía
contárselo a nadie porque era tan irreal que tenía miedo de que todo fuese
mentira.
-
¿Por qué las
cosas son blancas? –pregunté un día a mi madre.
-
Es el color de
la nada.
-
Pero Pirata
existe, al igual que las nubes. Y todas son blancas.
-
Si te fijas
bien, no lo son por completo. Al igual que la nieve, porque puede mancharse. En
cambio, existe una tierra, no muy lejos de aquí, donde todo es tan blanco que
las nubes se pegan al suelo y parece un desierto de sal.
-
¿Tú has estado?
-
No, porque ya
sabes que me da vértigo montar a caballo. Pero los nuestros seguro que han ido.
Todos.
-
Porque son
salvajes…
-
No, porque son
libres.